miércoles, 5 de marzo de 2014

Faty


Esta mañana Faty me ha sorprendido con un “miaaaau” quejumbroso y arrastrado como nunca. Un “miaaaau” apenas perceptible, con sordina, pero sin duda, un Miaaaau” dolorido y lastimero, emitido en tono menor.
-¡Ya está bien, Faty! ¿Qué te pasa?- le he respondido en voz alta, como primera reacción- Eres un gato mimoso y la culpa la tengo yo por consentirte demasiado.
Porque Faty es un gatito blanco, con el rabo negro y un mapilla gris en la cabeza. Bueno, un gatito, exactamente no. Más bien, Faty es un gatazo: pesa ocho quilos y tiene ocho años.
Ocho años en la vida de un gato equivalen más o menos a sesenta años en la vida de un hombre. Para que quede claro pues: Faty es un gatazo que empieza a estar nostálgico porque barrunta la edad de la jubilación y no acaba de asumir su nueva situación, inicialmente achacosa y presumiblemente reumática.
Pero…es “mi gatito”. Como cuando nos conocimos y confluimos para siempre en la existencia. Era entonces un gatito bebé de apenas siete días, de ojitos legañosos y patitas traseras ten renqueantes que no se mantenía en pie. Y tan famélico, tan delgadito, que lo bauticé como “Faty” por puro y cruel recochineo.
¡Cómo se aplicó entonces al biberón! Como un niño glotón, chupaba sin acordarse de respirar, atragantándose a veces. Después de cada susto, estornudaba, salpicándonos con un aragobe de leche en gotitas.
Cuántas posturas, esquerzos, juegos, travesuras, caricias y mimos…hasta hoy.

-“Miaaaau”

Su queja de esta mañana me ha sorprendido en la cocina. Estaba yo lavando los platos y él sentadito en el pasillo, mirándome a través de la puerta entreabierta. Fue entonces cuando, sin pensar, le hice el reproche de que estaba mimado en exceso.
Sólo una vez más se quejó para decirme:
-No me comprendes y deberías comprenderme. Parece mentira que me reprendas de esa manera y tengas para ti mismo tanta benevolencia y compasión. Que sepas que no lo es todo tener el plato lleno a todas horas y limpio el cuarto de aseo. Yo también necesito sentirme acompañado y subir a tu regazo de vez en cuando. Necesito caricias con frecuencia y que “pierdas” un ratito de tu sagrado tiempo para jugar conmigo. Y… también me gustaría que cuando me ponga a dormir como un ovillo en tu sillón preferido, no me apartes para sentarte tú. Ah, y me repatea que, a voz en grito y haciendo mil aspavientos, te quejes de que te quedan llenos los pantalones de mis pelos blancos…Que yo oigo y…, bueno, podría decirte que mi queja es porque no me pasas el cepillo todo lo que necesito y a mí me gusta. Ya sé que todo esto lo haces, pero cada vez con menos frecuencia. Parece como si de tanto convivir, te fueras olvidando de que yo también existo y siempre estoy aquí-
Todo esto me dijo en su último “miaaaaau!. Y las últimas frases con bastante “rintintín”.
Me he vuelto y le he mirado, he dejado los platos, me he secado las manos con el delantal, me he acercado hasta él y, poniéndome en cuclillas, le he acariciado la cabeza, acertando a balbucir: “lo siento, compañero”.